Oración continua. Petición e invocación.
"Hay dos suertes de beneficios: los temporales y los eternos. Los
temporales son la salud, la hacienda, el honor, los amigos, la casa, los hijos,
la mujer y las demás cosas de esta vida en la que andamos como viajeros.
Considerémonos, pues, en un mesón donde somos caminantes que han de proseguir
más allá, y no dueños. Los beneficios eternos son, en primer lugar, la vida
eterna, la incorruptibilidad del cuerpo y del alma, la compañía de los ángeles,
la ciudad del cielo, la corona inmarcesible, un Padre y una Patria; aquél, sin
muerte, y ésta, sin enemigo. Hemos de ansiar estos bienes con vehemencia y
pedirlos con perseverancia, menos con largos discursos y más con anhelos
sinceros. Siempre ora el deseo, aunque la lengua calle. Siempre oras si deseas
siempre. ¿Cuándo languidece la oración? Cuando se enfría el deseo.
Pidamos
con toda avidez, por tanto, aquellos beneficios sempiternos; busquemos aquellos
bienes con interés sumo; pidámoslos sin vacilaciones. Son dones siempre
provechosos, que nunca perjudican, mientras que los corporales a veces
aprovechan y a veces dañan. A muchos hizo bien la pobreza y causó mal la
riqueza; a muchos les aprovechó la vida privada y les hizo daño el
encumbramiento de los honores. También algunos sacaron provecho del dinero y de
los altos puestos: quienes los usaron bien; pero quienes los utilizaron mal,
salieron con daño por no habérselos quitado.
En
resumen, hermanos: pidamos los bienes temporales discretamente, y tengamos la
seguridad—si los recibimos—de que proceden de quien sabe que nos convienen.
¿Pediste y no recibiste? Fíate del Padre; si te conviniera, te lo habría dado.
Juzga por ti mismo. Tú eres delante de Dios, por tu inexperiencia de las cosas
divinas, como tu hijo ante ti con su inexperiencia de las cosas humanas. Ahí
tienes a ese hijo llorando el día entero para que le des un cuchillo o una
espada. Te niegas a dárselo y no haces caso de su llanto, para no tener que
llorarle muerto. Ahora gime, se enfada y da golpes para que le subas a tu
caballo; pero tú no lo haces porque, no sabiendo conducirlo, le tirará o le
matará. Si le rehúsas ese poco, es para reservárselo todo; le niegas ahora sus
insignificantes demandas peligrosas, para que vaya creciendo y posea sin
peligro toda la fortuna". (San Agustín (Sermón 80, 2, 7-8)
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