Comentario a las lecturas del XVI Domingo del Tiempo
Ordinario 19 de julio de 2020
Las lecturas
de hoy tienen como hilo conductor la cercanía bondadosa y activa de Dios en
nuestro peregrinar terrenal. Así nos muestran el deseo de Dios de perdonar y de
olvidar, cuantas veces fuese necesario, el pecado del hombre.
La lectura del
Antiguo Testamento nos indica con claridad qué es lo que, sobre todo, debe
retener y centrar nuestra atención: la larga paciencia de Dios, su juicio
indulgente, el don de la conversión para quienes han pecado: ". diste a tus hijos una buena esperanza,
pues concedes el arrepentimiento a los pecadores." Sb 12,19(
San Pablo afine aún más la acción divina en nosotros y
dentro de la búsqueda del arrepentimiento y de la paz. Dice Pablo: "El Espíritu viene en ayuda de nuestra
debilidad, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene, pero el
Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables". No hemos
de temer por nuestros pocos medios personales, ni por una voluntad rota, ni
por, tampoco, la repetición de nuestras faltas. Llegará el equilibrio, vendrá
el Espíritu en nuestra ayuda.
El evangelio al
hablar de la cizaña, solo se nos pide el reconocimiento de la existencia de la
misma, no significa nada más que el reconocimiento de que existe. No se trata
de una afirmación de su poder o de su capacidad para doblegarnos. No es dicho
reconocimiento un planteamiento pesimista, ni truculento. Es la constatación de
una realidad que nos circunda.
La primera lectura es del
libro de la Sabiduría (Sb 12, 13. 16-19)
Este pasaje forma parte de la reflexión sapiencial sobre los castigos
infligidos por Dios a los cananeos (v. 12). Es parte de los "juicios
históricos" de los caps. 11-12 y 16-19 que comentan, de forma midrásica,
los relatos de las plagas del libro del Éxodo. Dos fuerzas antagónicas se
enfrentan, Israel y Egipto, y el Señor es el juez que emite su veredicto. El
Dios de Israel no puede permanecer indiferente a la historia de su pueblo sino
que en ella manifiesta su fuerza, su poder, su justicia.
-"Justicia,
juicio y poder" son tres palabras que el autor de este libro repite
machaconamente mientras exhorta a los poderosos de este mundo a la praxis de la
justicia... Y una duda asalta la mente del autor: ¿Dios es justo? Entonces,
¿por qué castiga a la gente cananea que es inocente? Pase el que Dios castigue
al Egipto opresor, pero ¿qué pecado han cometido los pobres cananeos para que
su territorio sea invadido? ¿No es un abuso del poder divino? El autor trata de
responder a estos interrogantes en los
vv. 12. 13-21
Dios no actúa
con moderación por miedo o debilidad, sino por su gran misericordia, pues Yahvé
es el único Dios que juzga de todo y no tiene que dar cuentas a nadie de su
proceder, pero quiere demostrarnos que sabe juzgar con justicia. El poder de
Dios no es un motivo para que obre como un tirano, arbitrariamente; por el
contrario, es el fundamento de su serena justicia. Su poder sólo se hace sentir
contra los que le desafían estúpidamente.
Dios es tan
poderoso para cumplir sus planes que no necesita aliarse con la injusticia y
recurrir al terror. "Porque tu
fuerza es el principio de la justicia, y tu señorío sobre todo te hace ser
indulgente con todos" (V. 16).Por eso castiga con moderación incluso a
pueblos extraños. Con mayor razón tratará con indulgencia a su pueblo Israel.
El rigor excesivo no es propio de Dios, pues es la señal más clara de la
debilidad de los tiranos.
Obrando así,
Dios enseña que "el justo debe ser
humano". La justicia deja de serlo cuando no se deja aconsejar por la
misericordia. Dios no se precipita en sus castigos y da lugar al
arrepentimiento, "concedes el arrepentimiento a los pecadores" (V.
19), pues no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva.
El autor
aplica estos principios a los hechos concretos y distingue en Dios dos
comportamientos.
*Dios se
muestra fuerte y severo con quienes no creen en su soberano poder, siguiendo la
conducta de los paganos; y también con los que creen, pero viven como si no
creyeran, siguiendo la conducta de los judíos apóstatas (Rom 1, 21). Dios
castiga el orgullo de una vida descreída y la insensatez de una conducta
ilógica.
*Dios se
muestra condescendiente y bondadoso con quienes reconocen su omnipotencia
divina y obran en consecuencia. Dios gobierna a los hombres con moderación e
indulgencia, porque es poderoso y sabe que, con sólo quererlo, puede recurrir a
su fuerza y su severidad.
Esta conducta de
Dios enseña a su pueblo dos cosas.
*A ejemplo de
la sabiduría debe mostrarse humanitario, y esto no sólo con sus hermanos de
raza, como prescribía la ley israelita, sino con todos los hombres. Es un jalón
importante en el camino hacia el amor universal del Evangelio (Mt 5, 43-48).
*Nunca debe
perder la esperanza, pues siempre hay lugar para el arrepentimiento y el
perdón.
El responsorial es el salmo
85, (Sal 85, 5-6. 9-10. 15-16a ). Este
salmo , nos brinda una sugestiva definición del orante. Se presenta a
Dios con estas palabras: soy "tu siervo" e "hijo de tu
esclava" (v. 16). Desde luego, la expresión puede pertenecer al lenguaje
de las ceremonias de corte, pero también se usaba para indicar al siervo
adoptado como hijo por el jefe de una familia o de una tribu.
El salmo 85 es
un texto muy apreciado por el judaísmo, que lo ha incluido en la liturgia de
una de las solemnidades más importantes, el Yôm Kippur o día de la expiación.
El libro del Apocalipsis, a su vez, tomó un versículo (cf. v. 9) para colocarlo
en la gloriosa liturgia celeste dentro de "el cántico de Moisés, siervo de
Dios, y el cántico del Cordero": "todas
las naciones vendrán y se postrarán ante ti"; y el Apocalipsis añade:
"porque tus juicios se hicieron
manifiestos" (Ap 15, 4).
El salmista,
que se define también "fiel" del Señor ( v. 2), se siente unido a
Dios por un vínculo no sólo de obediencia, sino también de familiaridad y
comunión. Por eso, su súplica está totalmente impregnada de abandono confiado y
esperanza.
El Salmo
comienza con una intensa invocación, que el orante dirige al Señor confiando en
su amor (vv. 1-7). Al final expresa nuevamente la certeza de que el Señor es un
"Dios clemente y misericordioso,
lento a la cólera, rico en piedad y leal" (v. 15). Estos reiterados y
convencidos testimonios de confianza manifiestan una fe intacta y pura, que se
abandona al "Señor (...) bueno y
clemente, rico en misericordia con los que te invocan" (v. 5).
En el centro
del Salmo se eleva un himno, en el que se mezclan sentimientos de gratitud con
una profesión de fe en las obras de salvación que Dios realiza delante de los
pueblos (vv. 8-13).
Contra toda
tentación de idolatría, el orante proclama la unicidad absoluta de Dios (cf. v.
8). Luego se expresa la audaz esperanza de que un día "todos los pueblos" adorarán al Dios
de Israel (v. 9). Esta perspectiva maravillosa encuentra su realización en la
Iglesia de Cristo, porque él envió a sus apóstoles a enseñar a "todas las
gentes" (Mt 28, 19). Nadie puede ofrecer una liberación plena, salvo el
Señor, del que todos dependen como criaturas y al que debemos dirigirnos en
actitud de adoración (cf. Sal 85, v. 9). En efecto, él manifiesta en el cosmos
y en la historia sus obras admirables, que testimonian su señorío absoluto (cf.
v. 10).
El salmista se
presenta ante Dios con una petición intensa y pura: "Enséñame, Señor, tu camino, para que siga tu verdad; mantén mi corazón
entero en el temor de tu nombre" (v. 11). Es hermosa esta petición de
poder conocer la voluntad de Dios, así como esta invocación para obtener el don
de un "corazón entero", como el de un niño, que sin doblez ni
cálculos se abandona plenamente al Padre para avanzar por el camino de la vida.
Aflora a los
labios del fiel la alabanza a Dios misericordioso, que no permite que caiga en
la desesperación y en la muerte, en el mal y en el pecado.
La segunda lectura de la
carta del apóstol San Pablo a los romanos (Rom 8, 26-27) Este texto, es un buen complemento a las parábolas
del Reino.
No sólo gime
el universo y gemimos nosotros, sino que también es el Espíritu mismo quien
gime. El Espíritu, en nuestro interior expresa mucho más intensa y vivamente
que nosotros mismos este anhelo de vida y plenitud que es el Reino. ¿Cómo podríamos
vivir lo que vivimos, sentir lo que sentimos, anhelar lo que anhelamos, si no
fuera por el Espíritu que hay en nosotros?
La humanidad
vive un continuo parto, ilusionada con dar a luz una criatura perfecta. Pero su
debilidad radical (el egoísmo, el vivir para sí) puede más que su ilusión y por
eso sus parto es trabajoso y decepcionante.
Como parte
integrante de la humanidad, los cristianos vivimos la grandeza y la miseria de
esa misma humanidad. Demasiadas veces los cristianos experimentamos la
debilidad (v. 26), es decir, el egoísmo paralizante, que encierra en uno mismo
borrando todo horizonte e imposibilitando toda colaboración en la tarea de
creación de una nueva criatura.
"nosotros no sabemos pedir como conviene;
pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables".
(V 26). Los "gemidos inefables"
son los sentimientos y vivencias internas, de los que nosotros mismos no somos
demasiado responsables ni a un conscientes, pero que nos abren a Dios.
El segundo versículo
subraya el modo de ser del Espíritu en
nosotros.
Por una parte
el modo de ser para el Espíritu en sí, y ese Espíritu que está presente en
nosotros y nos impulsa a actuar de modo determinado. Muchas veces ni nos damos
cuenta de El. Pero Dios se está comunicando con nosotros. Algo así como si
fuésemos una especie de espejo del propio Dios cuando el Espíritu actúa.
Dentro de la vida en el
Espíritu un tema particularmente importante es el de la oración. La condición
cristiana no supone una total transformación del hombre, sino que continúa con
aspecto de debilidad. Sobre todo cuando se trata de la comunidad con Dios. Es
punto donde se hace más sensible la importancia del hombre que ha de ser
suplida por el propio Espíritu.
Demasiadas veces se da por
supuesto que podemos organizar y podemos establecer nuestra oración. Que es
cuestión de adecuada preparación y buena voluntad. Sin duda es importante tener
habito de oración, pero no puede bastar cuando se trata de ponerse en
comunicación con el Señor. Fijémonos en nuestras peticiones y sus resultados prácticos. Frecuentemente no conseguimos
lo que pedimos . Y ello no se debe a falta de interés por parte de Dios, sino a
que quizá no hemos sabido pedir lo que nos conviene.
Si somos sinceros con nuestra
vida espiritual, nuestra limitación nos cierra el paso hacia los designios de
Dios y la prisión de nuestro cuerpo nos pone en peligro de no dejarnos acceder
a lo que debería ser nuestro verdadero anhelo. Pero el Espíritu ora en nosotros
y su intercesión por nosotros corresponde a las perspectivas de Dios, que es la
realización de su plan de salvación. De la misma manera que el Espíritu une a
los cristianos entre sí en la comunidad y hace de ellos una sola cosa, su
unidad con el Padre le posibilita conocer sus caminos y lo que conviene a
nuestra vida encerrada cn la complejidad de lo que constituye la recreación del
mundo en la unidad.
Aleluya Mt. 11, 25 "Bendito
seas, padre, señor de cielo y tierra, porque has revelado los secretos del
reino a la gente sencilla".
El evangelio es de San Mateo (Mt 13, 24-30) El pasaje del Evangelio de S. Mateo que
proclamamos hoy, es denso y nos invita a recorrer varios caminos de reflexión.
San Mateo, reagrupa
diversas parábolas que están todas unidas por un significado semejante: el
juicio final, cuando el Reino haya llegado a su madurez. Al final de este
pasaje del Evangelio, encontramos una breve explicación del uso que Cristo hace
de las parábolas y el comentario que el mismo Jesús hace para sus discípulos de
la parábola de la cizaña.
La parábola de
la cizaña ocupa el puesto central. El comentario nos lo da el mismo Jesús. Pero
la explicación se complementa en las otras dos parábolas, de las cuales una
expresa en qué consiste el crecimiento del Reino, semejante a un grano de
mostaza que es la más pequeña de las semillas y sin embargo se convierte en un
árbol grande, y la otra muestra el Reino mediante la comparación con la
levadura que hace que fermente la masa.
Si Jesús se
expresa en parábolas es para realizar lo que decía el Profeta: "Hablaré en
parábolas y proclamaré las cosas ocultas desde los orígenes". En realidad
no es posible identificar a qué profeta alude S. Mateo, pero encontramos este
texto en el salmo 78, 2: "Voy a abrir mi boca en parábolas, a evocar los
misterios del pasado". Las "cosas ocultas" desde los orígenes,
son sin duda los misterios del Reino que solamente se revelan a los discípulos.
Dos parábolas
mas nos presenta el texto evangélico: la parábola del grano de mostaza y la de
la levadura en la masa nos muestran otro aspecto del modo de proceder de Dios.
El Reino es algo aparentemente pequeño y de poca fuerza; sin embargo, su
energía es tal, que termina por doblegar lo que aparece como fuerte. La fuerza
del Reino no tiene que ver nada con la fuerza de los hombres; es un concepto
distinto. Las dos parábolas sobre el Reino subrayan sobre todo el lento trabajo
de crecimiento del Reino de los cielos. Podría decirse: el inexorable crecimiento
del Reino en el que no interviene el hombre. El poder de Dios es el único que
ha creado todas las cosas y está sustentando este crecimiento que nadie puede
detener; mientras, los hombres viven practicando la justicia o inspirados por
el mal. Pero el Reino continúa creciendo, animado por la levadura de Dios,
hasta que llegue a la madurez.
Se adivina, bajo estas dos parábolas
descriptivas del Reino, la larga paciencia creadora de Dios que se encamina al
perfeccionamiento de su obra, el plan de salvación concebido desde toda la
eternidad en beneficio del hombre.
Esta paciencia
vigilante se pone de relieve en la parábola de la cizaña que es el centro del
Evangelio de hoy.
El campo ha
sido sembrado de buen trigo. El Hijo del hombre ha sembrado en el mundo a los
hijos del Reino. Por la noche viene el enemigo; Satanás siembra la cizaña. Y en
el mundo se produce la confusión, buenos y malos crecen juntos. A las miradas
superficiales se les hace a veces difícil no someter a Dios a juicio: ¿Cómo
deja crecer también al mal? A veces parece que los malos están más al resguardo
en su vida material que los buenos. Es un problema que se suscita todos los
días y no sólo entre las gentes sencillas. Dios deja hacer. Deja crecer a los
que El mismo ha sembrado, a sus hijos de adopción, a los que ha dado la gracia
bautismal, a los que el Espíritu ha transformado en imágenes de su Hijo. Les
deja crecer al mismo tiempo que deja que crezca también la cizaña que El no ha
sembrado, que es imposible que El haya sembrado. Y espera pacientemente. El
mundo tiene que recorrer su propio camino y Dios le deja seguirlo. Espera el
tiempo de la cosecha; las cosas están tan mezcladas en la vida del mundo que es
mejor no intervenir demasiado pronto para no machacar lo que todavía vive. Pero
el Reino no deja de crecer como el grano de mostaza, como la masa en la que la
levadura está actuando. El Señor aguarda a que todo llegue a su madurez.
Cuando S.
Mateo escribe esto no hace caso omiso del estado de la comunidad que tiene bajo
su responsabilidad. Ve que crece como el grano de mostaza, muy pequeño, pero
que se convierte en árbol; cae en la cuenta de que la levadura está en la masa,
pero tampoco ignora que la cizaña está mezclada con el buen trigo. Sin duda
alguna, como en nuestros días, esto era un problema para sus fieles y no era
sencillo calmar sus inquietudes y reanimar la fe en la Providencia de Dios. El
objetivo del Evangelista es mostrar la dinámica del Reino, a pesar de los
enemigos, a pesar de los pecados y, al mismo tiempo, ayudar a su comunidad a
reflexionar sobre sus responsabilidades mientras espera el día de la cosecha.
Para nuestra vida
La primera lectura es del libro de la Sabiduría.
Este es el último libro del Antiguo
Testamento.
En el fragmento que leemos hoy se nos dice que el Dios de Israel mira siempre a
sus hijos con una mirada misericordiosa, dispuesto a perdonarle todos sus
pecados. Aplicando este texto a cada uno de nosotros, es consolador escuchar
que nuestro Dios nos juzga siempre con moderación y gobierna nuestras vidas con
gran indulgencia. Esta certeza en un Dios que nos ama y nos perdona debe
acrecentar nuestro amor a él y debe ahuyentar de nuestras almas el miedo y la
desesperación. Por supuesto que el saber que Dios nos va a perdonar siempre no
debe permitir que se introduzca en nuestras vidas la laxitud y la tibieza
espiritual, sino todo lo contrario. Precisamente, porque sabemos que Dios nos
ama y nos perdona, debemos nosotros amarle a él y no hacer nada que le
desagrade. Ante Dios no debemos ser ni miedosos, ni escrupulosos, ni
abandonados y espiritualmente tibios. Un buen hijo siempre quiere amar a sus
padres buenos y hace todo lo que puede para no ofenderles. Saber que Dios es
clemente y misericordioso, como nos dice el salmo, debe elevar nuestro corazón
hacia él y decirle “Señor, mírame, ten compasión de mí”
El texto hace
referencia al poder humano que suele ser opresivo, dictador, porque es limitado
y se teme que otros nos lo puedan arrebatar. Por eso se manda cerrar filas para
no dejárselo quitar. El fiel de turno será premiado; el díscolo, condenado al
ostracismo; el sumiso, que suele ser tonto, es ascendido, mientras que el
crítico y listo es marginado. No importa el bien de la comunidad, sino la
manutención del poder. ¿Se puede gobernar así a una comunidad, ya sea religiosa
o política? -Y como el poder divino es ilimitado, por eso excluye el miedo (v.
13) y lleva a la compasión. Y amor y compasión no pueden conjugarse con la
injusticia y el oportunismo... Por su poder ilimitado el Señor es fuente de
misericordia y perdón (v. 18). Todo juicio de Dios en la historia da tiempo a
la conversión, incluso la busca, la provoca.
"Actuando así, enseñaste a tu pueblo que el
hombre justo debe ser humano..." (19). Poder, justicia, compasión.
Términos difíciles de conjugarlos con nuestra vida... y por eso convertimos
nuestro planeta en un antro de injusticias y en el reino de intransigencia, de
desesperación, de luchas, de rencor...
-"El justo debe ser humano". Dios es
humano, más humano que nosotros, y perdona a todos. Y no solamente "porque
puede hacer cuanto quiere", sino porque nos ha creado, nos conoce y nos
ama: "nos amó primero' (1 Jn 4. 10). El contacto con Dios sólo nos puede
humanizar: "amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el
que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios,
porque Dios es amor" (1 Jn 4. 7-8).
El salmo nos invita a una oración confiada en la
bondad de Dios. "Tú, Señor, eres
bueno y clemente", dice el salmo que cantamos hoy. Y es
perfectamente expresivo y diría que muy útil. Se trata de rezar siempre
invocando la bondad y la clemencia de Dios, pues esa será la llave de la
Salvación. La Esperanza total de que un día seremos salvos por la generosidad
de Dios, no nos puede hacer olvidar que el mal está en nosotros. Pero también
Dios está cerca para escuchar los gemidos de nuestro corazón "humilde y
contrito".
Así comenta el Papa San Juan Palo II este
salmo:
" Oración a Dios ante las
dificultades . 1. El salmo 85, que
se acaba de proclamar y que será objeto de nuestra reflexión, nos brinda una
sugestiva definición del orante. Se presenta a Dios con estas palabras: soy
"tu siervo" e "hijo de tu esclava" (v. 16). Desde luego, la
expresión puede pertenecer al lenguaje de las ceremonias de corte, pero también
se usaba para indicar al siervo adoptado como hijo por el jefe de una familia o
de una tribu. Desde esta perspectiva, el salmista, que se define también
"fiel" del Señor (cf. v. 2), se siente unido a Dios por un vínculo no
sólo de obediencia, sino también de familiaridad y comunión. Por eso, su
súplica está totalmente impregnada de abandono confiado y esperanza.
Sigamos
ahora esta plegaria que la Liturgia de las Horas nos propone al inicio de una
jornada que probablemente implicará no sólo compromisos y esfuerzos, sino
también incomprensiones y dificultades.
2. El
Salmo comienza con una intensa invocación, que el orante dirige al Señor
confiando en su amor (cf. vv. 1-7). Al final expresa nuevamente la certeza de
que el Señor es un "Dios clemente y misericordioso, lento a la cólera,
rico en piedad y leal" (v. 15; cf. Ex 34, 6). Estos reiterados y
convencidos testimonios de confianza manifiestan una fe intacta y pura, que se
abandona al "Señor (...) bueno y clemente, rico en misericordia con los
que te invocan" (v. 5).
En
el centro del Salmo se eleva un himno, en el que se mezclan sentimientos de
gratitud con una profesión de fe en las obras de salvación que Dios realiza
delante de los pueblos (cf. vv. 8-13).
3. Contra
toda tentación de idolatría, el orante proclama la unicidad absoluta de Dios
(cf. v. 8). Luego se expresa la audaz esperanza de que un día "todos los
pueblos" adorarán al Dios de Israel (v. 9). Esta perspectiva maravillosa
encuentra su realización en la Iglesia de Cristo, porque él envió a sus apóstoles
a enseñar a "todas las gentes" (Mt 28, 19). Nadie puede ofrecer una
liberación plena, salvo el Señor, del que todos dependen como criaturas y al
que debemos dirigirnos en actitud de adoración (cf. Sal 85, v. 9). En efecto,
él manifiesta en el cosmos y en la historia sus obras admirables, que
testimonian su señorío absoluto (cf. v. 10).
En
este contexto el salmista se presenta ante Dios con una petición intensa y
pura: "Enséñame, Señor, tu camino, para que siga tu verdad; mantén mi
corazón entero en el temor de tu nombre" (v. 11). Es hermosa esta petición
de poder conocer la voluntad de Dios, así como esta invocación para obtener el
don de un "corazón entero", como el de un niño, que sin doblez ni
cálculos se abandona plenamente al Padre para avanzar por el camino de la vida.
4. En
este momento aflora a los labios del fiel la alabanza a Dios misericordioso,
que no permite que caiga en la desesperación y en la muerte, en el mal y en el
pecado (cf. vv. 12-13; Sal 15, 10-11).
El
salmo 85 es un texto muy apreciado por el judaísmo, que lo ha incluido en la
liturgia de una de las solemnidades más importantes, el Yôm Kippur o día de la
expiación. El libro del Apocalipsis, a su vez, tomó un versículo (cf. v. 9)
para colocarlo en la gloriosa liturgia celeste dentro de "el cántico de
Moisés, siervo de Dios, y el cántico del Cordero": "todas las
naciones vendrán y se postrarán ante ti"; y el Apocalipsis añade:
"porque tus juicios se hicieron manifiestos" (Ap 15, 4).
San
Agustín dedicó a este salmo un largo y apasionado comentario en sus
Exposiciones sobre los Salmos, transformándolo en un canto de Cristo y del
cristiano. La traducción latina, en el versículo 2, de acuerdo con la versión
griega de los Setenta, en vez de "fiel" usa el término "santo":
"protege mi vida, pues soy santo". En realidad, sólo Cristo es santo,
pero -explica san Agustín- también el cristiano se puede aplicar a sí mismo
estas palabras: "Soy santo, porque tú me has santificado; porque lo he
recibido (este título), no porque lo tuviera; porque tú me lo has dado, no
porque yo me lo haya merecido". Por tanto, "diga todo cristiano, o
mejor, diga todo el cuerpo de Cristo; clame por doquier, mientras sufre las
tribulaciones, las diversas tentaciones, los innumerables escándalos:
"protege mi vida, pues soy santo; salva a tu siervo que confía en
ti". Este santo no es soberbio, porque espera en el Señor"
(Esposizioni sui Salmi, vol. II, Roma 1970, p. 1251).
5. El
cristiano santo se abre a la universalidad de la Iglesia y ora con el salmista:
"Todos los pueblos vendrán a postrarse en tu presencia, Señor" (Sal
85, 9). Y san Agustín comenta: "Todos los pueblos en el único Señor son un
solo pueblo y forman una unidad. Del mismo modo que existen la Iglesia y las
Iglesias, y las Iglesias son la Iglesia, así ese "pueblo" es lo mismo
que los pueblos. Antes eran pueblos varios, gentes numerosas; ahora forman un
solo pueblo. ¿Por qué un solo pueblo? Porque hay una sola fe, una sola
esperanza, una sola caridad, una sola espera. En definitiva, ¿por qué no
debería haber un solo pueblo, si es una sola la patria? La patria es el cielo;
la patria es Jerusalén. Y este pueblo se extiende de oriente a occidente, desde
el norte hasta el sur, en las cuatro partes del mundo" (ib.,
p. 1269).
Desde
esta perspectiva universal, nuestra oración litúrgica se transforma en un himno
de alabanza y un canto de gloria al Señor en nombre de todas las criaturas" . ( San Juan Pablo II. Audiencia general del día
16-X-2002).
De la segunda
lectura resuenan las palabras paulinas: "El Espíritu viene en ayuda de
nuestra debilidad porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene".
Esta debilidad
se refiere, sobre todo, a nuestra falta de sentido espiritual, a nuestra falta
de esperanza. Porque la tensión tan intensa que sentimos entre lo que tenemos
en nuestras manos como un comienzo y primicia y lo que será definitivo pero
todavía no lo tenemos totalmente asegurado, no es, por su naturaleza,
tranquilizante; somos demasiado débiles para soportar pacientemente esa
situación. Nos sentimos incluso incapaces de la enérgica reacción que podría
suponer la oración. No sabemos cómo orar. Nuestra limitación nos cierra el paso
hacia los designios de Dios y la prisión de nuestro cuerpo nos pone en peligro
de no dejarnos acceder a lo que debería ser nuestro verdadero anhelo. Pero el
Espíritu ora en nosotros y su intercesión por nosotros corresponde a las
perspectivas de Dios, que es la realización de su plan de salvación. De la
misma manera que el Espíritu une a los cristianos entre sí en la comunidad y
hace de ellos una sola cosa, su unidad con el Padre le posibilita conocer sus
caminos y lo que conviene a nuestra vida encerrada con la complejidad de lo que
constituye la recreación del mundo en la unidad.
Pidamos
siempre a Dios que aceptemos su voluntad, porque es verdad que nosotros no
siempre sabemos qué es lo que más nos conviene. Hagamos por nuestra parte todo
lo que creemos que es mejor para nosotros y lo demás dejémoselo a Dios. Es lo
han hecho siempre todos los santos y todas las personas profundamente
religiosas. No siempre es fácil aceptar las desgracias personales, o familiares,
o sociales, pero no echemos la culpa a Dios de lo que ocurre en nuestras vidas,
o en la vida de nuestra familia, o en la sociedad. Lo malo que ocurre a los
hombres casi siempre es culpa de los hombres; de nuestra maldad, o de nuestra
ignorancia, o de unas leyes físicas y universales que nosotros no podemos
controlar. Pidamos a Dios, como nos dice hoy san Pablo en esta carta a los
Romanos, que el Espíritu nos guíe siempre al cumplimiento de la voluntad
salvífica de Dios, nuestro Padre.
Así comenta san Agustín esta segunda lectura "Rom 8,26-27: El Espíritu gime
en nosotros, porque nos hace gemir.
El
gemido es propio de las palomas, como todos sabéis, y el suyo es un gemido de
amor. Oíd lo que dice el Apóstol y no os extrañe que el Espíritu Santo haya
querido mostrarse en forma de paloma. No sabemos
-dice- orar como conviene, mas
el Espíritu pide por nosotros con gemidos inefables (Rom 8,26). ¿Cómo se
puede decir, hermanos míos, que el Espíritu gime, siendo así que goza con el
Padre y el Hijo de una felicidad perfecta y eterna? Porque el Espíritu Santo es
Dios como es Dios el Padre y es Dios el Hijo. He mencionado tres veces a Dios,
pero no he hablado de tres dioses. Mejor es decir tres veces Dios que tres
dioses, ya que el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo son un único Dios como es
sabido por vosotros. El Espíritu Santo no gime, pues, en sí mismo ni dentro de
si mismo en aquella Trinidad, en aquella felicidad, en aquella eternidad de
sustancias; gime en nosotros, porque nos hace gemir. No es pequeña cosa la que
nos enseña el Espíritu Santo. Nos insinúa que somos peregrinos y nos enseña a
suspirar por la patria, y los gemidos son esos mismos suspiros.
Al
que le va bien en este mundo, mejor dicho, al que cree que le va bien y se goza
en la alegría de la carne, en la abundancia de las cosas temporales y en la
vana felicidad, ése tiene voz de cuervo. La voz del cuervo es clamorosa, no
gimebunda. El que se da cuenta de la opresión de su mortalidad, y de que está
alejado del Señor, y de que todavía no posee aquella felicidad prometida ahora
en esperanza y luego en realidad, cuando el mismo Señor venga lleno de gloria,
quien primero vino oculto por la humildad, el que se da cuenta de esto,
-repito-, gime. Y mientras sus gemidos sean por esto, sus gemidos son santos.
El Espíritu Santo es quien le enseña a gemir así. Es gemido que aprende de la
paloma. Muchos son los que gimen por su desdicha en la tierra, o por las
desgracias que los torturan, o por las enfermedades corporales que los oprimen,
o por estar encarcelados o combatidos por las olas del mar o cercados en
derredor por las asechanzas de los enemigos. Pero éstos no gimen como la
paloma, no gimen como hace gemir el amor de Dios, como hace gemir el Espíritu.
Por lo cual, esos tales, tan pronto como se ven libres de las desdichas,
muestran su alegría con grandes alaridos. Eso muestra que son cuervos, no
palomas. ¡Qué bien está cuando se dice que del arca salió el cuervo y no
volvió, y que salió la paloma y volvió! Son las dos aves que soltó Noé. Allí
había un cuervo y una paloma; ambas especies de aves estaban encerradas en
aquella arca, y si el arca es figura de la Iglesia, ya veis por qué es
necesario que en este diluvio del mundo encierre la Iglesia ambas especies: el
cuervo y la paloma. ¿Quiénes son los cuervos? Los que buscan sus cosas.
¿Quiénes las palomas? Los que buscan las de Jesucristo". ( San Agustín. Comentario sobre el evangelio de San Juan 6,1-2)
En el evangelio de hoy encontramos tres parábolas o comparaciones de lo que es
el Reino: la buena semilla sembrada en el campo, el grano de mostaza y la
levadura.
En los evangelios encontramos hasta 10 parábolas del Reino. Jesús hablaba en
parábolas para hacerse entender mejor por la gente que le seguía. Demasiadas veces
utilizamos un lenguaje elevado, izado y desencarnado de la realidad. Las tres parábolas
de hoy, nos hablan de vida y de crecimiento, pero también del peligro que
acecha e impide la realización del reino de Dios. Porque el Reino "no es
de este mundo", pero comienza aquí en este mundo, aunque todavía no ha
llegado a su plenitud. Es el "ya, pero todavía no". Jesús dejó bien
claro que su Reino no es como los reinos de este mundo. En él es primero el que
es último, es decir el que sirve, no el que tiene el poder. Muchas veces
quisieron hacer rey a Jesús, pero Él lo rechazó porque había venido a servir y
no a ser servido. Su mesianismo no es político ni espectacular, sino silencioso
y humilde.
La parábola de
la cizaña es una enseñanza justa, precisa y muy importante. El Hijo de Dios nos
recuerda que el mal existe y que quien lo siembra es el Maligno. El texto del
Evangelio de Mateo es claro, conciso e inequívoco. Es verdad que asistimos a
muchos episodios de maldad humana y ello nos puede llevar a suponer que es una
realidad contingente y cercana, solo imputable al hombre. Por ello, entonces,
podríamos suponer que la bondad es obra nuestra también y que solo es generada
por nuestro buen corazón. Tampoco es así. La semilla de bondad que reina en
nuestras almas ha sido plantada por Dios, por medio de la Palabra --el Verbo--
que es su Hijo. El mal está en nuestra naturaleza, por causa del pecado
original. Esa desobediencia cósmica, profunda, inducida por el Malo, cambió el
curso de la creación. Pero, además, el mal anida en nosotros, por miles de
actos que constituyen un enfrentamiento con Dios. No es sólo un problema de
inclinaciones dentro de una naturaleza torcida. Cada vez que hacemos el mal y,
entendemos perfectamente, que es una forma más de oponerse a Dios. No debemos
tener miedo al mal, pero tampoco desconocerlo o disculparlo a ultranza. El mal
--el Maligno-- será derrotado definitivamente al final de los tiempos, pero
mientras tanto ejercerá su reinado.
Hoy nos podemos
hacer la pregunta que más se han formulado los humanos de todos los tiempos.
¿Por qué existe el mal y por qué Dios lo permite? El mal no existe como una
prueba, ni como un test, ni tampoco como un inconveniente que haga brillar a
los mejores y hundirse a los peores. El mal existe por voluntad de quienes, un
día, se rebelaron, porque Dios hizo su creación en libertad. Creó seres libres,
ya que la libertad está en la esencia divina. El Episodio del Edén, el engaño
demoníaco frente a un árbol prohibido, tuvo su acción inductora, pero la
responsabilidad fue de quienes comieron. El desafío era convertirse en dioses e
iniciar su propia auto-adoración. Pues, como ahora. El gran pecado de la
soberbia no es otra cosa que preferirse a uno mismo, en lugar de Dios y de los
hermanos. Todo acto de rebeldía contra Dios no es un gesto inconsciente. Se
trata de hechos concretos con su graduación en el mal perfectamente mensurable
y basado en hechos reales.
Hay una resolución al antagonismo entre el
bien y el mal, en el tiempo y en el espacio. Y se resolverá en los últimos
días, cuando vengan los ángeles a segar. En toda la historia de la Salvación
ese momento final está muy presente.
" No
arranquéis la cizaña, que podríais arrancar también el trigo". Dejadlos
crecer juntos hasta la siega. Nuestra justicia humana, una justicia según la
ley, es muchas veces, una tremenda injusticia. Porque donde está la ley está la
trampa, y los ricos y los poderosos corruptos tienen siempre la trampa a mano.
La ley es la misma para todos, decimos, pero no todos saben, ni pueden, usar la
ley para su servicio de la misma manera. Además, que cada uno de nosotros somos
un mundo, y no se puede hacer una ley para cada persona, por mucho que los
jueces traten de buscar las circunstancias individuales atenuantes o acusantes
para cada individuo. Sólo Dios nos conoce por dentro y por fuera a cada uno de
nosotros y puede juzgarnos imparcialmente. Y como Dios sabe que somos de barro,
de naturaleza frágil y pecadora, nos juzga a todos misericordiosamente. Mira
nuestro corazón, antes que a nuestras obras, y nos juzga como lo que realmente
somos. Desde que nacemos tenemos la cizaña ya metida en el alma y, aunque en el
bautismo se nos perdone la culpa y la pena de nuestra fragilidad original, la
inclinación al pecado, la cizaña, nos va a acompañar mientras vivamos. ¿Qué
hacer? Confiar en la misericordia de Dios y en su perdón. E intentar juzgar a
los demás con amor y misericordia. Porque más de una vez somos muy exigentes
con los demás y muy tolerantes con nosotros mismos. Vivimos en un mundo
imperfecto, en el que el trigo y la cizaña están muy revueltos y envueltos, y
no podemos juzgar precipitada e inmisericordemente a los demás. Tratemos cada
uno de nosotros de ser trigo limpio y no pretendamos exterminar de golpe y
arrancar lo poco o lo mucho que nosotros consideramos cizaña. Dejemos a Dios
ser Dios, es decir, dejemos que Dios sea el que nos juzgue a todos.
La Iglesia
puede tener la tentación de pensar que ella acapara todo el trigo y que fuera
de ella no hay más que cizaña. Más de una vez la Iglesia lo ha pensado. La
verdad es que fuera de la Iglesia también hay trigo y dentro de ella también
hay cizaña. La frontera entre el trigo y la cizaña también pasa por el corazón
de cada uno de los cristianos.
La parábola
nos habla del Reino, no lo perdamos de vista. Y recalca que el dueño del campo
corrige la impaciencia de los criados. Ellos querían arrancar la cizaña cuanto
antes. El dueño les hace esperar hasta la hora de la siega.
Nosotros,
olvidando que somos también trigo y cizaña, quisiéramos más de una vez imponer
nuestros criterios en este campo que es el mundo y la Iglesia. Olvidamos que
también nosotros tenemos cizaña. Olvidamos que es difícil distinguir el trigo
de la cizaña. Olvidamos que detrás de la cizaña hay trigo también.
Olvidamos que
no fuimos nosotros los que sembramos y que no somos nosotros los que tenemos
que segar.
Y por eso
surge la intolerancia, las inquisiciones, las luchas, las diferencias, las
cruzadas, las penas de muerte, muchos anatemas... Cada uno creemos que la
diferencia entre el trigo y la cizaña se mide según nuestros propios criterios.
Y nos da pena,
y nos impacientamos o nos desesperamos al ver el campo lleno de trigo y cizaña.
Y nos parece imposible que el Reino deba estar sometido a la servidumbre de
tener que tolerar la presencia de la cizaña. Nos causa extrañeza, nos
desalienta.
Quisiéramos
medir el desarrollo del Reino según nuestros propios criterios. Nos preocupa el
número, el éxito, el aplauso, las cuentas... Y nos resulta intolerable que no
sea nuestro criterio el que predomine. Nos parece muy bueno el pluralismo, pero
a costa de descalificar a todos los que no piensan como nosotros.
Llamamos a
nuestros tiempos de pluralismo. Y nos gusta que así sea. Pero a veces nuestro
pluralismo no es soportado sino a base de anatemas interiores. El pluralismo
-también en la Iglesia- no nos ha educado para la convivencia social. Cada uno
sigue convencido de que el trigo lo tiene él y que los demás sólo tienen
cizaña.
La fe en el
Reino de Dios nos pide -según la parábola- la tolerancia. Es decir, no cabe
duda de que la tolerancia se basa en buena parte en la fe. No es a nosotros a
los que nos toca juzgar. La justicia total llegará al final. Dios, el dueño del
campo, se ha reservado el hacer justicia. Nosotros, mientras, tenemos que
convivir en la comprensión, en la tolerancia, en la paz, sin anatematizar a
ningún hombre, sin despreciar a nadie, sabiendo con humildad que también
nosotros cosechamos cizaña en nuestro propio corazón.
Esta conclusión
de tolerancia y humildad sube de tono al aplicarla al interior mismo de la
Iglesia. También en la Iglesia tenemos un pluralismo muchas veces no más que
soportado y lleno de anatemas interiores. Cada uno suele pensar que la recta
opinión (ortodoxia) que se ha de tener hoy día en cuanto a pastoral, liturgia,
moral, teología, espiritualidad, etc., es, claro está, la suya. Todos los
demás, a derecha e izquierda de uno mismo, no están en la verdad exacta, que es
la mía. Esta actitud que tenemos en el corazón tantos cristianos, no es
ciertamente la del Reino, según la parábola.
Rafael Pla
Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.
com
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