[…] Razón es que diga a vuestra reverencia algunos avisos que debe guardar con ellos [con sus hijos espirituales], los cuales no son sino sacados de la experiencia de yerros que yo he hecho; querría que bastase haber yo errado para que ninguno errase, y con esto daría yo por bien empleados mis yerros.
Sea el primero que no se dé a ellos cuanto ellos quisieren, porque a cabo de poco tiempo hallará su ánima seca, como la madre que se le han secado los pechos con que amamantaba sus hijos. No los enseñe a estar del todo colgados de la boca del padre; mas si vinieren muchas veces, mándeles ir a hablar con Dios en la oración aquel tiempo que allí habían de estar. Y tenga por cierto que muchos de éstos que frecuentan la presencia de sus espirituales padres, no tienen más raíz en el bien de cuanto están allí oyendo, y más es un deleite humano que toman en estar con quien aman y oyen hablar, que en estar tomando cebo con que crezcan en la vida espiritual. Y de aquí es que no crecen más un día que otro, porque piensan que todo lo ha de hacer el padre hablando; y así hacen perder el aprovechamiento a su padre y no crecen ellos cosa alguna.
Tienen también esta condición: que en cualquier tribulación que les venga, luego corren a sus padres todos turbados, porque ninguna fuerza tienen en sí; y aunque el padre no deba faltar en tales tiempos, mas decirles que vayan delante nuestro Señor, y se le representen con aquella pena, porque no pierdan tal tiempo de comunicación con Él, que es el mejor de los tiempos; y para que le oigan con atención les envía Dios la pena, no para que se vayan a consolar con los hombres y pierdan las grandes lumbres y aprovechamientos que Dios suele dar al que acorre a Él en el tiempo de las tribulaciones.
La suma de esto es que les enseñe a andar poco a poco sin ayo, para que no estén siempre flojos y regalados, mas tengan algún nervio de virtud; y no se dé él tanto a otros, que pierda su recogimiento y pesebre de Dios; porque más provecho hará con hablar un poco, si sale de corazón encendido, que con derramar palabras frías acá y acullá. El medio en esto pídalo a su conciencia, mirando que no se enfríe; y lo que mejor es, pídalo al soberano Maestro que se lo enseñe por el espíritu suyo. (SAN JUAN DE ÁVILA, Carta 1. A un predicador, en Obras Completas, T. IV: Epistolario, BAC, Madrid 2003.)
COMENTARIO
San Juan de Ávila concibe el acompañamiento espiritual como un proceso de mediación capaz de despertar la experiencia de Dios y de conducir a la madurez en la fe y a la libertad de los hijos de Dios. Los “avisos” que da –advertencias, llamadas a la vigilancia- declara haberlos aprendido en carne propia; nacen, pues, de la sabiduría que da la experiencia.
La primera advertencia consiste en no confundir la entrega con dar gusto a las demandas de los destinatarios de la misión, ni confundirla tampoco con el activismo que aparta de la relación con Dios cuando tiene que ser mediación del encuentro con Él. Esta advertencia se recoge de nuevo al final del fragmento, invitando a la calidad en el ministerio, en la misión, puesto que se trata del bien –“provecho”- de los demás, y éste sólo se puede transmitir si ha sido antes acogido como tal en el propio corazón. La conciencia, iluminada por el espíritu en la oración, será la guía para hallar ese “medio” entre el cuidado –no reserva- y la entrega, la verdadera caridad que actúa desde Dios y no busca satisfacciones propias ni ajenas.
Dentro de este mismo “aviso”, introduce un aspecto importante: la relación ¿se orienta a la libertad o a la dependencia? ¿Existe una opción clara, consciente y fiel por el crecimiento y la madurez espiritual del acompañado? ¿Existe en éste una auténtica búsqueda de Dios? Lo que une a ambos en esta relación es Dios mismo; por tanto, el deterioro de lo que debe ser el acompañamiento procede del olvido de Dios en uno o en ambos miembros de esa relación. El acompañante puede suplantar a Dios: gozar con la dependencia de él que muestran sus “hijos”, creer que todo depende de sí, e impedir con ello la acción de Dios. El acompañado puede quedarse prendido en la relación y no buscar a Dios mismo, caer en dependencias psicológicas, afectivas, demandar y acaparar atención y exclusividad. En ambos casos, el desvío aparece como engaño, pues se presenta bajo capa de bien: la de una entrega apostólica grande, la de una búsqueda religiosa, respectivamente. De ahí la recomendación continua de cuidar la relación con Dios y de enviar a la relación con Dios. Juan de Ávila cree en una mediación que nunca suplanta este encuentro: es a Dios a quien hay que buscar, a quien hay que oír, y quien hace crecer. La dependencia, la falta de crecimiento, de madurez y de libertad, conducen a un tipo de cristiano afecto al clericalismo y débil en la virtud, incapaz de asumir sacrificios y esfuerzos por el Reino ni de vivir cristianamente las “tribulaciones” que depara la vida. Por el contrario, cuando el acompañamiento está presidido por Dios y su acción es recibida y acogida, se produce el fortalecimiento en la virtud, el seguimiento del único Pastor, y el avance hacia la libertad de los hijos de Dios. Sólo quien realiza este proceso podrá llegar a ser un hijo adulto, que, a su vez, engendre hijos en la fe. De lo contrario, el proceso de infantilización, dependencia e inmadurez, conduce a la esterilidad en la transmisión de la fe.
Lo dicho vale para los acompañamientos individualizados y grupales, para la orientación pastoral comunitaria y para las relaciones al interior de las comunidades cristianas, así como para cualquier proceso evangelizador.
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