Homilía
del Papa Pablo VI en la Misa de Canonización del beato Juan de Ávila, 31 de mayo
de 1970 .
Venerables hermanos
y amados hijos:
Demos gracias a Dios
que, con la exaltación del Beato Juan de Ávila al esplendor de la santidad,
ofrece a la Iglesia universal una invitación al estudio, a la imitación, al
culto, a la invocación de una gran figura de sacerdote.
Alabanzas al
Episcopado español que, no satisfecho de la proclamación de Protector especial
del Clero diocesano español, que nuestro predecesor de venerada memoria, Pío
XII, hizo ya a favor del Beato Juan de Ávila, ha solicitado a esta Sede
Apostólica su canonización, encontrando en nuestra misma persona las mejores y
merecidas disposiciones para un acto celebrativo de tanta importancia. Quiera el
Señor que esta elevación del Beato Juan de Ávila al catálogo de los Santos, en
las filas gloriosas de los hijos de la Iglesia celestial, sirva para obtener a
la Iglesia peregrina en la tierra un intercesor nuevo y poderoso, un maestro de
vida espiritual benévolo y sabio, un renovador ejemplar de la vida eclesiástica
y de las costumbres cristianas.
Un santo
actual
Este nuestro deseo
parece satisfecho al hacer una comparación histórica de los tiempos en los que
vivió y obró el Santo, con nuestros tiempos; comparación de períodos ciertamente
muy diversos entre sí, pero que por otra parte presentan analogías no tanto en
los hechos, cuanto más bien en algunos principios inspiradores, ya de las
vicisitudes humanas de aquel entonces, ya de las de ahora; por ejemplo, el
despertar de energías vitales y crisis de ideas, fenómeno éste propio del siglo
XV y también del siglo XX; tiempos de reformas y de discusiones conciliares como
los que estamos viviendo. E igualmente parece providencial que se evoque en
nuestros días la figura del Maestro Ávila por los rasgos característicos de su
vida sacerdotal, los cuales dan a este Santo un valor singular y especialmente
apreciado por el gusto contemporáneo, el de la actualidad.
San Juan de Ávila es
un sacerdote que, bajo muchos aspectos, podemos llamar moderno, especialmente
por la pluralidad de facetas que su vida ofrece a nuestra consideración y, por
lo tanto a nuestra imitación. No en vano él ha sido ya presentado al clero
español como su modelo ejemplar y celestial Patrono.
Nosotros pensamos
que él puede ser honrado como figura polivalente para todo sacerdote de nuestros
días, en los cuales se dice que el sacerdocio mismo sufre una profunda crisis;
una "crisis de identidad", como si la naturaleza y la misión del sacerdote no
tuvieran ahora motivos suficientes para justificar su presencia en una sociedad
como la nuestra, desacralizada.
Todo sacerdote que
duda de la propia vocación puede acercarse a nuestro Santo y obtener una
respuesta tranquilizadora.
Igualmente todo
estudioso, inclinado a empequeñecer la figura del sacerdote dentro de los
esquemas de una sociología profana y utilitaria, mirando la figura de Juan de
Ávila, se verá obligado a modificar sus juicios restrictivos y negativos acerca
de la función del sacerdote en el mundo moderno.
Juan es un hombre
pobre y modesto por propia elección. Ni siguiera está respaldado por la
inserción en los cuadros operativos del sistema canónico; no es párroco, no es
religioso; es un simple sacerdote de escasa salud y de más escasa fortuna
después de las primeras experiencias de su ministerio: sufre enseguida la prueba
más amarga que puede imponerse a un apóstol fiel y fervoroso: la de un proceso
con su relativa detención, por sospecha de herejía, como era costumbre entonces.
Él no tiene ni siquiera la suerte de poderse proteger abrazando un gran ideal de
aventura. Quería ir de misionero a las tierras americanas, las "Indias"
occidentales, entonces recientemente descubiertas; pero no le fue dado el
permiso.
La auténtica visión
del sacerdocio
Mas Juan no duda.
Tiene conciencia de su vocación. Tiene fe en su elección sacerdotal. Una
introspección psicológica en su biografía nos llevaría a individuar en esta
certeza de su "identidad" sacerdotal, la fuente de su celo sereno, de su
fecundidad apostólica, de su sabiduría de lúcido reformador de la vida
eclesiástica y de exquisito director de conciencias.
San Juan de Ávila
enseña al menos esto, y sobre todo esto, al clero de nuestro tiempo, a no dudar
de su ser: sacerdote de Cristo, ministro de la Iglesia, guía de los
hermanos.
Él advierte
profundamente lo que hoy algunos sacerdotes y muchos seminaristas no consideran
ya como un deber corroborante y un título específico de la calificación
ministerial en la Iglesia, la propia definición ―llamémosla si se quiere
sociológica― que le viene de ser siervo de Jesucristo y apóstol: "Segregado para
anunciar el Evangelio de Dios" (Rom 1,1). Esta segregación, esta especificación
que San Pablo daba de sí mismo, la cual es además la de un órgano distinto e
indispensable para el bien de un entero cuerpo viviente (cf. 1 Cor 12, 16 ss.),
es hoy la primera característica del sacerdocio católico que es discutida e
incluso "contestada" por motivos, frecuentemente nobles en sí mismos y, bajo
ciertos aspectos, admisibles; pero hay que decir que cuando estos motivos
tienden a cancelar esta "segregación", a asimilar el estado eclesiástico al
laico y profano y a justificar en el elegido la experiencia de la vida mundana
con el pretexto de que no debe ser menos que cualquier otro hombre, fácilmente
llevan al elegido fuera de su camino y hacen fácilmente del sacerdote un hombre
cualquiera, una sal sin sabor, un inhábil para el sacrificio interior y un
carente de poder de juicio, de palabra y de ejemplo propios de quien es un
fuerte, puro y libre seguidor de Cristo.
La palabra tajante y
exigente del Señor: "Ninguno que mire atrás mientras tiene la mano puesta en el
arado es idóneo para el reino de los cielos" (Lc 9, 62), había penetrado
profundamente en este ejemplar sacerdote que en la totalidad de su donación a
Cristo encontró, centuplicadas, sus energías.
Su palabra de
predicador se hizo poderosa y resonó renovadora. San Juan de Ávila puede ser
todavía hoy maestro de predicación, tanto más digno de ser escuchado e imitado,
cuanto menos indulgente era con los oradores artificiales y literarios de su
tiempo, y cuanto más rebosante se presentaba de sabiduría impregnada en las
fuentes bíblicas y patrísticas. Su personalidad se manifiesta y engrandece en el
ministerio de la predicación.
Y, cosa
aparentemente contraria a tal esfuerzo de palabra pública y exterior, Ávila
conoció el ejercicio de la palabra personal e interior, propia del ministerio y
del sacramento de la penitencia y de la dirección espiritual. Y quizás todavía
más en este ministerio paciente y silencioso, extremadamente delicado y
prudente, su personalidad sobresale por encima de la de orador.
El nombre de Juan de
Ávila está ligado al de su obra más significativa, la célebre obra Audi, filia
que es el libro del magisterio interior, lleno de religiosidad, de experiencia
cristiana, de bondad humana. Precede a la Filotea, obra en cierto sentido
análoga de otro santo, Francisco de Sales, y a toda una literatura de libros
religiosos que darán profundidad y sinceridad a la formación espiritual
católica, desde el Concilio de Trento hasta nuestros días. También en esto Ávila
es maestro ejemplar.
Renovador
clarividente y humilde
Pero donde nuestra
atención querría detenerse particularmente es en la figura de reformador, o
mejor, de innovador, que es reconocida a San Juan de Ávila.
Habiendo vivido en
el período de transición, lleno de problemas, de discusiones y de controversias
que precede al Concilio de Trento, e incluso durante y después del largo y
grande Concilio, el Santo no podía eximirse de tomar una postura frente a este
gran acontecimiento. No pudo participar personalmente en él a causa de su
precaria salud; pero es suyo un Memorial, bien conocido, titulado: Reformación
del Estado Eclesiástico (1551), (seguido de un apéndice: Lo que se debe avisar a
los Obispos), que el arzobispo de Granada, Pedro Guerrero, hará suyo en el
Concilio de Trento, con aplauso general. Del mismo modo, otros escritos como:
Causas y remedios de las herejías (Memorial Segundo, 1561), demuestran con qué
intensidad y con cuáles designios Juan de Ávila participó en el histórico
acontecimiento: del mismo claro diagnóstico de la gravedad de los males que
afligían la Iglesia en aquel tiempo se trasluce la lealtad, el amor y la
esperanza. Y cuando se dirige al Papa y a los Pastores de la Iglesia, ¡qué
sinceridad evangélica y devoción filial, qué fidelidad a la tradición y
confianza en la constitución intrínseca y original de la Iglesia y qué
importancia primordial reservada a la verdadera fe para curar los males y prever
la renovación de la Iglesia misma!
"Juan de Ávila ha
sido, en cuestión de reforma, como en otros campos espirituales, un precursor y
el Concilio de Trento ha adoptado decisiones que él había preconizado mucho
tiempo antes" (S. CHARPRENET, p. 56).
Pero no ha sido un
crítico contestador, como hoy se dice. Ha sido un espíritu clarividente y
ardiente, que a la denuncia de los males, a la sugerencia de remedios canónicos,
ha añadido una escuela de intensa espiritualidad (el estudio de la Sagrada
Escritura, la práctica de la oración mental, la imitación de Cristo y su
traducción española del libro del mismo nombre, el culto de la Eucaristía, la
devoción a la Santísima Virgen, la defensa del sacro celibato, el amor a la
Iglesia aún cuando algún ministro de la misma fue demasiado severo con él...) y
ha sido el primero en practicar las enseñanzas de la escuela.
Figura profética de
la España católica
Una gran figura,
repetimos, también ella hija y gloria de la tierra de España, de la España
católica, entrenada a vivir su fe dramáticamente, haciendo surgir del seno de
sus tradiciones morales y espirituales, de tanto en tanto, en los momentos
cruciales de su historia, el sabio, el Santo.
Que este Santo, al
que nosotros sentimos la alegría de exaltar ante la Iglesia, le sea favorable
intercesor de las gracias que ella parece necesitar hoy más: la firmeza en la
verdadera fe, el auténtico amor a la Iglesia, la santidad de su clero, la
fidelidad al Concilio, la imitación de Cristo tal como debe ser en los nuevos
tiempos. Y que su figura profética, coronada hoy con la aureola de la santidad,
derrame sobre el mundo la verdad, la caridad y la paz de
Cristo.
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